MOREA, LOS PÁJAROS Y ORIENTE 

Vicente Jarque

La trayectoria de José Morea como artista no puede desligarse de sus trayectos como viajero. Su pintura se ha mostrado siempre enfáticamente vinculada a los contextos geográficos y vitales en los que se movía. Primero fueron los de su granja en el pueblo de Pedralba, junto al alto Turia; luego, la animada Valencia de principios de los ochenta; enseguida Italia: Milán y Turín, Roma, pero sobre todo el sur: Napóles, Catania, Palermo, Taormina; y por fin, por el momento, y sin dejar de mantener y cultivar sus posiciones en su Chiva natal, Morea se ha internado en el lejano Oriente.

Ahora bien, su evidente fascinación por las imágenes de lo oriental, reconocible en esas series de figuras japonesas o chinas que han venido proliferando en su pintura desde mediados de la década de los noventa, no sólo no tiene nada que ver con el exotismo decorativo de aquello que los franceses del XIX llamaban chinoiseríes. Ni siquiera parece que Morea se interese gran cosa por los aspectos filosóficos de la cultura oriental. En El gran Mikado (1995), por ejemplo, no hallamos rastro alguno de la sublimidad imperial del que sería el soberano espiritual del sintoísmo, sino sólo la figura de un rostro japonés que sobresale de unas vestiduras que no son sino una mancha negra de perfiles geométricos que, se diría, levita sobre un fondo de moqueta patentemente incongruente (¿o no?). En cualquier caso, lo que domina es una imagen que no invita tanto a meditar sobre la cultura oriental, cuanto a reflexionar sobre el sentido de la pintura.

Cabe pensar que detrás de todo ello hay algo así como una inconsciente voluntad de distancia, como una especie de mecanismo de defensa frente a la abierta inmediatez con la que Morea suele vivir y, por supuesto, pintar. O viajar en la pintura: puede salir de donde se encontraba, abandonar, por ejemplo (al menos por un tiempo), esos rostros entre clásicos y mitológicos, arcaizantes, de los que ha provisto sus pinturas hasta hace poco (como en sus series romanas, o en las relativas a Bomarzo o a las momias de Al Fayyum). En ese mundo oriental son otros los rasgos. Son bastante más ambiguos en su sexo, sus gestos y sus ropas. Incluso aceptan -o tal vez demandan- otros soportes y materiales: moquetas, popelines, telas, tablas, cartones y papeles de todas clases. Cualquier cosa: lo que sea. Más difícil de entender puede resultar, a primera vista, la reciente obsesión de Morea por las imágenes de pájaros. De hecho, quienes le conocemos podemos intuir alguna clave explicativa en su vieja pasión por los animales y las plantas en general. Los tiene -plantas y animales- normales y raros, domésticos y no domesticados. De ellos ha vivido durante años y con ellos sigue viviendo. En cuanto a los pájaros: los cuida, guarda y alimenta en varias pajareras que súbitamente han aparecido en el patio de esa hermosa construcción, tan inverosímil, que ha convertido en su casa.

Pero los pájaros no sólo vuelan y cantan, sino que también pueden vivir enjaulados y en relativo silencio. A Morea le gustan los mirlos, tan paradigmáticos. O los flamencos, no sé si por sus largas piernas. Pero también imagina algunas veces al ave fénix, que no existe. En sus apuntes, digamos, ornitológicos, los pájaros apenas vuelan, sino que se encaraman a los árboles y adquieren entonces un inopinado aspecto humano. Son árboles orientales, sobrios, lineales, estilizados, árboles deshojados, sólo tronco y ramas, o árboles que son como candelabros (Oda a Macao), en donde la imagen de la naturaleza se presenta como su opuesto.

Motivos orientales, naturaleza histórica, ensoñaciones personales, rastros de vida: es evidente la continuidad del este último giro con la ya larga trayectoria de la pintura de Morea. Lo que cuenta en ella sigue siendo lo mismo: la vida individual, que cada vez es diferente. Pero también cuenta otra cosa: el compromiso de trasladar esa vida fragmentaria a la pintura, y ello sin traicionar ni a la una ni a la otra. Ese gran árbol pintado en el suelo de la galería, esos dibujos que lo acompañan no son sino una metáfora de los lugares mínimos y máximos en los que se desgrana la existencia: hay que trabajar el suelo, por si al final resulta que es lo único que nos separa del abismo y, por tanto, del vacío.

2 comentarios

  1. Es grandioso el universo Morea es único dentro de millones de galaxias, desprendiendo bólidos por doquier, meteoros llenos de vida, de sueños y vivencias de esa personita , tan pero tan grande. Es todo un lujo poder comtemplar sus mundos y nosotros poder disfrutarlos.

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