Península de Morea
Vicente Jarque
I. La relación entre el arte y la vida, sus puntos de conexión, de fricción y de divergencia, sus entrecruzamientos y sus consecuencias -a veces felices, a veces destructivas-ha sido uno de los caballos de batalla de algunos de los movimientos de vanguardia más característicos del siglo xx. El camino que conduce desde Duchamp y los dadaístas o los futuristas hasta Fluxus, el accionismo o el body-art, por no hablar de las diversas orientaciones de sesgo patético, reflexivo o testimonial, biográfico o autobiográfico más recientes (no sólo gentes como Joseph Beuys, o como Ana Mendieta o Sophie Calle, sino también como Gordon Matta-Clark o Ilya Kabakov, por lo demás tan diferentes entre sí) está lleno de grandes alegrías y de no menores sobresaltos.
De hecho, la «vida» en general, entendida como nombre de un cierto sustrato extraartístico vehiculado por el arbitrio del propio artista, o como componente esencialmente no sujeto a las estrictas leyes o convenciones vigentes en el arte, sólo comenzó a entrar en él de una manera consciente y manifiesta el día en que se abrió la puerta a los materiales brutos, los elementos supuestamente no sometidos a una plena configuración artística. Esto sucedió primero en el contexto del romanticismo, en donde se cultivaba lo informe desde una perspectiva caótica (Turner) o fragmentaria (Hólderlin, Novalis). Más tarde irrumpieron esos materiales reputados como extra-artísticos en cuanto que contenidos temáticos, como en el realismo temprano, o incluso en la poesía de Baudelaire. Con el cubismo, el dadaísmo y el surrealismo, sobre todo con la práctica del collage y el montaje al estilo merz, la tendencia se acentuó y se consagró como epítome de lo moderno. A lo largo del siglo xx, la cosa se radicalizó hasta presentarse en esos términos presuntamente definitivos que antes mencionaba.

Lo cierto es que entre un Duchamp convirtiendo magistralmente en arte sus tan heterodoxas como muy privadas —y meticulosas— ocupaciones personales, sus especulaciones más arbitrarias (hasta el punto de que algunos las consideran como parte de su obra artística propiamente dicha), y una pieza como aquella de George Brecht en donde se declara «música» (y, por tanto, «arte») todo sonido o simple ruido escuchado por cualquiera en cualquier momento o circunstancia de su vida, se abre toda una larga tradición de artistas preocupados por impedir que la forma -consustancial al arte- no se levante como una especie de coraza protectora frente a ese mundo del que inevitablemente surge y al que, reconozcámoslo, debería rendir cuentas de uno u otro modo.
II. Ahora bien, el problema surge cuando uno pretende, después de todo, atenerse todavía a ciertas formas y a ciertos soportes heredados de la tradición. Por ejemplo, cuando uno se empeña en pintar cuadros. Los vínculos entre el arte y la vida deben tener lugar entonces dentro de los límites de un lienzo. Puesto que es imposible -y no sólo absurdo- declarar «arte» cualquier imagen bidimensional con que nos podamos topar en nuestra vida cotidiana, y mucho menos cualquier imagen meramente pintada. Ni tampoco habría que llamar «pintura» a cualquier obra de arte pintada que no sea más que el producto (en el límite, desechable), la comunicación instrumental o la mera documentación de una u otra práctica más o menos ingeniosa o especulativa que no requeriría, en principio, ser llevada a imagen, o no de ese modo. Tal vez todo esto, que responde a una cierta desconfianza frente al arte del concepto, se comprenda mejor si pensamos por un momento en un pintor como Ad Reinhardt. A mí siempre me han impresionado sus taxativas declaraciones (en Art-as-art) en el sentido de que el arte es arte y la vida es vida, que el arte no es vida y que la vida no es arte. Más aún: que el arte, bien entendido, ni siquiera es una cuestión de vida o muerte. Esto, desde luego (o desde cierto punto de vista), puede parecer una obviedad, pero obviamente no lo es. En realidad, lo que Reinhardt se proponía en estas frases, por entonces (y aun hoy) bastante provocativas, era, por un lado, combatir el apresurado antiformalismo de raigambre duchampiana que amenazaba con terminar para siempre con la tradición de la pintura. Y, por otro lado, acabar con el patetismo heroico, en todo caso mitologizante, de aquellas energías pseudo-vitalistas que le parecía que habían lastrado las versiones más canónicas del expresionismo abstracto americano (Pollock, por supuesto).

Pero la cuestión es que Reinhardt siguió pintando hasta su muerte, incluso hasta el absurdo: pinturas negras, despojadas de todo lo que hasta ese momento se suponía que era o había sido la pintura: narración de historias, representación de objetos o figuras, comunicación de símbolos, expresión de sentimientos, sublimación del dibujo, seducción por el color. La pintura «pura», en el sentido de depurada, se prohibía a sí misma tantas cosas, que se encontraba a un paso de perderse en la noche más oscura: a la Ultímate Painting (la n° 1, la n° 2, etc.) sólo le quedaba de pintura los matices del negro, la construcción de esos matices, el soporte y, por supuesto (o sobre todo), la idea o la voluntad manifiesta de mantenerse en ella en contra de toda evidencia.
III. De modo que, por muy alejados que se encuentren Reinhardt y Morea (como, por lo demás parece bastante obvio), sí pueden servirnos igualmente para reflexionar sobre la relación entre la vida y el arte. El primero veía la vida fuera de la pintura, pero vivía para ella; el segundo parece empeñado en meter la vida y/o su vida en sus pinturas. Las dos cosas son contradictorias, de modo que las dos pueden beneficiarse de la fecundidad de la contradicción.
Los inicios de la trayectoria de Morea se remontan a mediados de la década de los setenta, pero su verdadera irrupción en el universo de la pintura data, más bien, de comienzos de los ochenta. Como acaso se recordará, por entonces el grito de retomo al lienzo, el regreso a la tradición de la pintura incluso más allá del pop, la consigna de no dejarse amedrentar demasiado por las (por otro lado respetables) derivas conceptuales y minimalistas, o por las incontables «actitudes» post-minimalistas (igualmente respetables, y a veces hasta admirables), se iba dejando oir ya con notable insistencia por toda Europa y por Estados Unidos.

Una vez ubicado en la pintura, Morea no ha dejado nunca de mezclarla de uno u otro modo con su vida efectiva, con la experiencia que su existencia le va proporcionando, y que él busca sin descanso. Esto no significa, desde luego, que su pintura y su vida vengan a ser la misma cosa. En este punto, apenas es necesario subrayarlo, sigue teniendo Ad Reinhardt toda la razón. Lo que sucede es que, a diferencia del ethos radical y explícitamente formalista de un Reinhardt (o de cualquier otro riguroso puritano de la pintura), que finalmente le conduce al cultivo de un serio pathos monocromo (y bastante sublime, dicho sea de paso), lo que domina en Morea es un pathos nada formalista que, por otra parte, no excluye en absoluto la presencia de un ethos tan responsable como particularmente curioso.
Por decirlo en unas pocas frases: desde que conozco a Morea y a su obra, conjuntamente, siempre he tenido la impresión de que una de las claves de su poética estriba en su manera de aprovechar las diversas circunstancias por las que atraviesa su vida (unas circunstancias, por lo demás, considerablemente cambiantes, por no decir imprevisibles) para pintar unas u otras cosas, de una u otra forma, en uno u otro soporte. En otras palabras: es importante notar que su pintura no es el producto de una «idea» que podría o debería cristalizar en el mismo cuadro con independencia de los avatares personales de su autor. Lo cual no significa que Morea no tenga (una) «idea» o que sea un simple inconsciente, ni mucho menos que no tenga (buenas) ideas en general, sino sólo que esas ideas son múltiples y heterogéneas -y también, por lo mismo, un tanto desorganizadas-, sobre todo porque se encuentran en estrecha relación con la experiencia, y que su pintura se encuentra en todo momento muy especialmente ligada a la multiplicidad de la experiencia.
IV. Los primeros trabajos de Morea en la década de los ochenta son de un aspecto, por así decir, trepidante, apresurado, gráfico y narrativo. Esto, por cierto, en abierto contraste con el lugar apacible que funciona en ellos como punto de referencia subterráneo: una granja en la población de Pedralba, a unos cuarenta minutos de Valencia, un enclave interior de vida serena. Ese contraste no es casual: las series Personajes en su contexto y Sombrillas y chiringuitos son una apuesta en favor de un cierto frenesí vital más o menos controlable, y según para qué. Hay ecos surrealistas (como en una bañista cosiendo a máquina en la playa), elementos pop y alusiones psicodélicas.

En 1983, al hilo de su estancia en la madrileña Casa de Velázquez, esos personajes (y «personajas») cotidianos aparecen perfilados como unos Egipcios (tal es el nombre de la serie) casualmente encontrados que, no obstante, permiten dar entrada en la obra de Morea a las figuras mitológicas en general. Estos nuevos personajes siguen comportándose más o menos como los anteriores, bregando en una insólita visión de la vida cotidiana, sólo que de manera más contradictoria. El Egipcio heráldico y su futbolín es el ejemplo más evidente, aunque hay otros muchos. Pero, en realidad, son retratos y autorretratos (a veces con sandía) como los que frecuentará ese año en el contexto de las Perversiones y los no menos perversos Viajes imaginados, así como en los «forzudos» y «viajeros» que proliferarían en sus pinturas inspiradas en Doñana.
Hasta este momento, Morea había desarrollando ya su pintura en función de los lugares en donde se encontraba, unas veces invocando abiertamente anhelos de huida y de cambio, otras pintando algo así como cuadros de viaje, y otras, como en Madrid, viajando en el tiempo y, se diría, jugando de paso a un irónico academicismo en honor de la tradición de la pintura (y quizás también en honor del artista de cuya casa era huésped).

Pero el punto en que esta determinación viajera se hace del todo evidente sería el de su personal descubrimiento de Italia a partir de 1984. Desde entonces, el Viaggio in Italia se convierte casi en una constante de su obra: Roma, Nápoles, Milán, Turín, Salerno, Catania, Palermo, Taormina, cada una a su debido tiempo, serán las ciudades o espacios de los que se servirá como trasfondo material, temático o virtual de sus cuadros. En Roma, en 1984, se incrementa la apariencia escultórica de los cuerpos, así como el repertorio de figuras mitológicas, reales o apócrifas, incluso alguna cristiana, que siguen protagonizando sus pinturas. No es casual que sea en Nápoles donde irrumpe el lema del volcán, que tanta importancia habría de cobrar a lo largo de su posterior trayectoria. Aquí se trata, obviamente, del Vesubio, pero años después, ya en los noventa, se tratará del Etna, de sus lavas y de la flora y la fauna que le rodea.
De hecho, el tono vital exultante, explosivo y volcánico que irradian las pinturas italianas de Morea contrasta con el sesgo, digamos, más reflexivo o contenido de los cuadros realizados durante sus períodos de regreso en España. En 1986, un Madrid patético le conduce de nuevo a la tradición de la pintura, concretamente al género del bodegón, al que dedicaría luego una larga serie.

Más tarde, entre viaje y viaje, aparece otra vez instalado en Valencia (en un taller fascinantemente caótico al que se accedía a través de un conocido bar de copas), y lo que le sucede es que siente Nostalgia porcina: acaso una suerte de porca nostalgia de sus viejos tiempos de granjero pintor, o de pintor amante de los animales, tanto domésticos (los propios cerdos) como exóticos (pájaros) o salvajes (sobre todo cebras): a todos ellos les dedicará de cuando en cuando series enteras.
Entre 1988 y 1991, en Barcelona, aunque con estancias intermitentes en Taormina, su obra revelará de manera muy particular los influjos de su manera favorita de trabajar: con música, sobre todo con música más o menos tecno, al estilo acid house. Sus cuadros, como los de la serie Acid-B (Animalia, con sus avefeos, y Confortable, dominada por los interiores), se nos ofrecen especialmente delirantes, psicodélicos o, si se quiere, surrealistas dentro de una peculiar sobriedad.

A partir de mediados de los noventa, la trayectoria de Morea se ve determinada no sólo por sus viajes, sino también por su retorno al hogar a la manera de un Ulises sin Penélope: su paulatina reubicación en una casa de Chiva, a veinte minutos de Valencia, y las ingentes tareas de rehabilitación y acondicionamiento. La importancia de esta casa estriba en su carácter caótico y enrevesado, laberíntico, en su capacidad para sorprender al visitante en cada uno de sus innumerables rincones. El patio interior lleno de plantas, con su animado estanque, más bien parece la plaza de un pequeño pueblo inverosímil: no hay a la vista dos ventanas iguales. Por lo demás, en la casa se encuentra de todo: angostas escaleras y excavaciones en curso, escombros y ruinas, espacios abiertos eventualmente inhóspitos, confortables habitaciones, espacios cerrados y acogedores, y espacios semicerrados o, si se quiere, semiabiertos.
En este contexto la imaginación de Morea parece haber volado en direcciones más estilizadas y más radicales a un tiempo. Su inopinada y peculiar incursión en el mundo oriental (desde El gran Mikado sobre moqueta, de 1996, con que inaugura su ya larga serie de retratos japoneses), a través del cual se las ha arreglado para preservar su permanente invocación de experiencias perversas en un tono algo más distendido, no le ha impedido seguir ocupándose de los animales, ni tampoco de los fetiches.

V. Este breve repaso de su trayectoria como pintor ha hecho casi inevitable seguir los pasos de su vida. Morea no sólo fecha sus obras como lo hacen los demás artistas, sino que también las localiza con toda precisión: año tal, en tal lugar. Apenas se puede hacer más explícito el enorme valor que concede a sus experiencias como viajero, como transeúnte, como una especie de nómada ocasionalmente instalado en uno u otro sitio.
Pero esto no es óbice para reconocer asimismo unas bastante significativas constantes en las que se manifiesta su concepción de la pintura y su manera de conectarla con lo que la trasciende, que no tiene que ver, por cierto, con nada sobrenatural, sino más bien con la vida misma en este mundo, o al menos con la suya.

A mí me llama la atención, a este respecto, su constancia en el cultivo, a su manera, de los géneros tradicionales de la pintura. Puesto que esos géneros no pueden ser, en principio, sino el producto de unas convenciones heredadas a las que no ha habría por qué atenerse sin más. De hecho, Morea mezcla fácilmente esos géneros o los yuxtapone en un mismo cuadro. Puede pintar, por ejemplo, un Paisaje con bodegón observando, un Bodegón blanco con paisaje erótico, o un Bodegón con higos sobre una hiciera (todos de entre 1986 y 1987), o bien una Flor acebrada (1989) o incluso un Paisaje en el interior de la botella y sus frutos (1991). Las presuntas naturalezas muertas, por tanto, expuestas no tanto como vanitas o memento mori, sino más bien como imágenes de la vida o de la naturaleza viva.
Sin embargo, el género más recurrente en su obra es, sin duda, el del retrato. La mayor parte de sus pinturas son «personajes», como los que le interesaban ya en 1980, «en su contexto». Sólo que esos «contextos» específicos se han ido haciendo diferentes con el tiempo y con los viajes, se han hecho progresivamente extraños y hasta, en el límite, inmediatamente irreconocibles. Personajes mitológicos, cuerpos explosivos, figuras perversas, rostros graves o complacientes, vagamente amenazantes o melancólicos, imágenes alegóricas. Bien mirado, casi todo son «personajes» en la obra de Morea. Incluso los paisajes y bodegones lo son a su manera, y a veces de forma explícita: pensemos, por ejemplo, en el inverosímil Personaje líquido o en el Paisaje humano, ambos de 1986.
En lo que concierne a esta predilección por los «personajes» cabe decir que no tiene nada de extraña en alguien tan claramente caracterizado por la entronización de su propia experiencia vital (y, por tanto, de sus múltiples encuentros con una u otra gente en unas u otras situaciones) como guía suprema de su pintura. De hecho, es en este marco en donde ha de resultar objetivamente más fecunda la exploración de una posible síntesis, por contradictoria que aparezca, entre la pintura y la propia vida.

Esta síntesis inexorablemente contradictoria -e irónica- es la que podemos atisbar recorriendo, por poner un ejemplo significativo, el camino que pudo llevar a Morea desde los Cíclopes que pintaba en Taormina en 1991 hasta las Momias de El Fayyum que, por cierto, no pintó en El Fayyum, sino en Milán en 1992. En aquéllos, el punctum es el ojo, ese único y enorme ojo central que, cuando amenaza con fijarnos en su mirada, resulta no la mitad, sino doblemente amenazante que el par de ojos habitual en los humanos.
Luego, en su serie sobre las momias de El Fayyum, Morea regresa (seguramente sin proponérselo, y bajo el signo de un humor bien diferente), a los ficticios «egipcios» que le ocuparon a principios de los ochenta. En efecto, ni aquéllos eran egipcios de verdad -ni tampoco se trataba de eso-, ni estas momias lo son de faraones o sacerdotes de los tiempos de las antiguas dinastías. Éstas son de una condición mucho más modesta y próxima a nosotros; proceden de los primeros siglos del anterior milenio, y en ellas se perciben ya, de uno u otro modo, tanto las huellas del mundo greco-latino, como las de la incipiente cultura cristiana. Y la mejor prueba la encontramos, quizás, en el rostro de una de esas momias, en donde aparece la mano del muerto remitiendo con el índice a uno de sus ojos. El pintor me confesaría luego que la imagen estaba casualmente inspirada en una foto del actor norteamericano Rob Lowe quitándose una pestaña.
Otros dos rasgos característicos del trabajo de Morea se encuentran igualmente relacionados con su destino viajero. Esto es indudable a propósito de su inmensa producción de dibujos. Nada tiene de extraño que sus pinturas de viaje, muchas veces de apariencia veloz e improvisada, surjan de innumerables apuntes previos tomados al hilo de la intensa movilidad de su experiencia. Incluso el hecho de que casi siempre se organicen en forma de series, a veces en forma de dípticos y polípticos, tiene que ver con el principio subyacente de unidad temática o existencial procurada por cada uno de sus periplos.

Finalmente, la metáfora del viaje conduce al modelo supremo del tránsito: el que lleva de la vida a la muerte, y que termina por propiciar su interpenetración permanente. Partir es dejar atrás, dejar morir las cosas con las que se vivía, y así morir un poco. Pero es también partir en pos de una nueva vida, todavía por hacer, en donde acechan peligros de muerte capaces de dar al traste con el orden familiar sobre el que se sustentaba la propia identidad. Vida y muerte, como eros y thanatos, constituyen los polos decisivos de cuya confrontación nace esta pintura.
En cualquier caso, los viajes no han hecho de Morea un artista olvidado de sus raíces. Sus alejamientos han sido siempre relativos y transitorios. En ningún lugar ha dejado de mantener lazos con lo que ha dejado atrás y adonde, antes o después, ha terminado por volver. Por eso, y aunque existe en Oceanía una isla llamada de Morea, yo creo que el territorio que mejor le cuadra es el de una península. Por ejemplo, la del Peloponeso, hoy físicamente separada del continente por un abrupto canal abierto entre rocas imponentes, entre Corinto y el Ática. Próximo y distante, comunicado y escindido, inmerso en su peculiaridad, pero cargado de experiencias compartidas, ese territorio es conocido también como península de Morea.