Lluís Fernàndez, Manuel García, Joaquín Lara, F. Rivas, Miguel Logroño, Pablo Ramírez, Cremades i Arlandis, Victoria Combalía, F. Huici, J. Vicente Aliaga, Vicente García, Vicente Todolí… la lista es interminable, pero todos ellos, y muchos más, han escrito sobre José Morea. Lo cual quiere decir que literatos, arquitectos, críticos, periodistas, «curators», profesores… se han interesado por este pintor y su pintura. Lo cierto es que todo lo relacionado con Morea tiene algo de desmesura, de torbellino o de volcán. Más que de Morea yo creo que debe hablarse de un «dispositivo Morea» de efecto multiplicador de exposiciones, cuadros, imágenes, textos e interpretaciones.

Así las cosas, cuando me dispongo a escribir este texto para su exposición en la Galería Rita García tengo sensación de aturdimiento, el mismo aturdimiento que sentí cuando hace nueve años entre en la Galería Val i 30 y me encontré rodeado por una exposición del pintor; nunca hasta entonces había yo comprado un cuadro, pero aquel día el «dispositivo Morea» hizo que saliera de la Galería renunciando a comprarme una chaqueta y con una esplendorosa bombilla tomando el sol en la playa, pintada por Morea, bajo el brazo.

El caso es que de la pintura de Morea se han dicho muchas cosas a lo largo de estos años y varios son los tópicos recurrentes. Por cierto, que no debe entenderse aquí «tópicos» de forma despectiva, pues entiendo el término aproximadamente en el sentido de los fóiroi de la retórica aristotélica, es decir, como aquello en que coinciden una pluralidad de razonamientos oratorios. Así, se ha escrito con profusión del origen rural del pintor, de su autodidactismo, de la narratividad de su pintura, de su obsesión objetual, ya fuera apropiándose de objetos de su entorno cotidiano, ya metamorfoseándolos a partir de su construcción pictórica, del sexo omnipresente, de sus connivencias ¡cónicas con el Pop y con el Rock, etcétera… En fin, pluralidad de discursos que parten de todos los puntos de la obra del pintor, pues —como nos recordara Barthes— «Discursus, c’est, originellement l’action de courir cá et la, ce sont des allées et venues, des ‘de-marches’, des ‘intrigues’». Por mi parte, ¿qué decir, qué hacer? ¿Someterme al «dispositivo Morea» y a sus efectos multiplicadores? Sea, pues.

Cuenta Herodoto en su Historia que los persas tenían la curiosa costumbre de debatir los asuntos más importantes cuando estaban ebrios; al día siguiente, las conclusiones a las que habían llegado en tal estado eran planteadas de nuevo por el dueño de la casa donde se hubiera dado la discusión. Si estando sobrios les seguía pareciendo adecuado lo dispuesto, entonces lo llevaban a la práctica. De igual forma, lo que hubieran podido decidir provisionalmente cuando estaban sobrios, lo volvían a tratar en estado de embriaguez. Pues bien, algo semejante parece haber sido el proceder de Morea. Pues quien observe estos cuadros que ahora nos ofrece, reparará en que el pintor vuelve a lo mismo de forma diferente. Pero esa mismidad es remota en el tiempo y alcanza al Morea que nos deslumbre a todos en los primeros años de los 80.

Me refiero a que el universo al que vuelve Morea no es al de Viaggio in Italia, ni al de Agíptica, sino al de Personajes en su contexto, o incluso al de Forzudos, deportistas y otras perversiones. Pero ya he dicho que lo mismo se ofrece como diferente, y si entonces fue en el modo de la embriaguez, ahora lo es en el de la sobriedad. Ciertamente ya no existe aquel «horror vacui» donde los objetos se apoderaban frenéticamente del espacio; también es cierto que aquella subjetividad todopoderosa —en forma de imaginación desbordada— ha dejado de operar aquella suerte de «universal copulation», cuyo resultado era un entreveramiento de lo humano y lo objetual, una total antropomorfización del mundo de las cosas. Pero aunque todo simbolismo o costumbrismo doméstico —las dos cosas fueron escritas de aquel tiempo— haya desaparecido, no es menos cierto que hay un aire de familia entre aquellos cuadros y éstos que hoy vemos. Lo primero que salta a la vista es la desdramatización —reconozco que la jerga política ha dejado inservible esa palabra— del color y de la escena.

Si en las exposiciones italianas de Crotona, Palermo, Torino y Milán predominaban los negros, marrones, ocres, grises y granates, ahora dominan amarillos, verdes, rojos y azules un punto más ácidos que aquellos pasteles de entonces, pero igualmente luminosos. La sandía, la botella, el vaso, la paleta del pintor aparecen aquí y allá, pero no ya trasmutados en cabezas o miembros antropomórficos, sino como elementos de una escena en absoluto frenética o atormentada. Una escena clara, formada por la intersección de algunas superficies planas de color donde se inscribe un motivo casi esquemáticamente tematizado. Y aquí acontece la sorpresa, porque lo que protagoniza la imagen resultan ser animales u hombres equívocamente cercanos a aquéllos. Curiosa paradoja, porque Morea, el que inscribía lo humano en todo objeto que encontraba a su alcance, ya fueran volcanes, ruinas, lavabos, sillones de peluquero o de dentista, resulta que ahora pinta cerdos.

Todo el que conoce a Morea, tiene en la cabeza aquella granja porcina —hoy inexistente— de Pedralba. De hecho, fue la mitología preferida de gran parte de la crítica, que repitió en el caso del pintor —por diferentes motivos, claro está— la fascinación de los ilustrados por el buen salvaje amerindio. Y, sin embargo, esta «nostalgia porcina» —creo que así es como Morea quiere llamar a su exposición— no es sólo una añoranza de una supuesta edad de oro perdida, de una Arcadia feliz. Ciertamente, estos animales son signo de una metafórica vuelta a casa después del periplo italiano, quizá el más turbulento y desarraigado del pintor. Pero aunque puedan actuar como cifra de un regreso a la pureza prístina del origen, yo creo que la sabiduría acumulada en estos años por el pintor le impide toda inocencia al respecto.

De hecho, me atrevería a decir que estos animales que se exhiben con una piel listada que no les corresponde y que comparten con algunos hombres que les rodean, vienen a señalar por otros medios un tema que ha estado latente desde siempre en Morea. Desde el Morea frívolo y despreocupado que se encontraba con el paisaje objetual urbano, hasta el Morea fuertemente expresionista de Viaggio in Italia y demás periplos italianos. Me refiero al lugar que ocupa la subjetividad del pintor en el mundo que le rodea. Sé que categorías de dudoso significado como la de «Post-modernidad» han inhibido el uso y recurso a esa veterana categoría filosófica de la subjetividad, ya que, hablar del sujeto como algo integrado, se supone, pertenece a uno de los sueños dogmáticos de la razón moderna/ilustrada. En cualquier caso, yo no soy de los inhibidos. Pues bien, parece que la iconografía de Morea —tan diversa— supone un persistente intento de acotar el hombre que pinta en el universo pintado. Pero también este períplo, Morea lo ha realizado en el modo de la embriaguez y en el de la sobriedad.

En tiempos, todo objeto material se transubstanciaba en carne humana y el resultado era un torbellino alterador del orden dado de las cosas. Porque esa actividad maniática alteraba el tiempo y los límites de las cosas, bien podía analogarse con el tiempo perverso por excelencia: el del eros y el de la fiesta. Pero así fundido y entreverado con las cosas, Morea acudió al ámbito donde lo humano pierde su finitud: los dioses; esos dioses de la antigüedad clásica que fueron y son tan cercanos a los hombres. Y allí el pintor fue hombre y mujer, fue volcán a la vez cóncavo y convexo y se disolvió orgiásticamente en un mundo de dioses y diosas que, fatalmente, lo era en el modo de la ruina. Sólo los dioses pueden vivir en perpetuo estado de manía, los hombres pueden hacerlo tan sólo como trasgresión del límite, pero fatalmente deben volver más acá del mismo. Y cuando vuelven al tiempo del trabajo, los hombres ven que se inscriben en un intervalo precario de equilibrio inestable: si miran hacia arriba limitan con los dioses, si miran hacia abajo —especialmente cuando lo hacen hacia sus partes peludas, diría Bataille— ven a los animales. Entre el cerdo y el dios, Morea vive y pinta.
ALFONSO NINYEROLA